Pasan desapercibidos. Casi ni nos damos cuenta. Pero están ahí. A su manera son héroes. Nadie les pondrá una medalla, ni tendrán homenajes. Probablemente, ni se hable de ellos. Al menos aquí, sí escribiremos...

jueves, 1 de marzo de 2012

De momento, cardenal


En el último consistorio, el Papa creó 22 nuevos cardenales de la Iglesia. Entre ellos, se encontraba el arzobispo de nueva York, Mons. Timothy M. Dolan. Cardenal Dolan, a partir de entonces.

El caso es que el nuevo cardenal ha hecho unas declaraciones, en cierta medida, heroicas: “doy gracias por ser cardenal, pero yo quiero ser santo”. ¡Qué difícil es encontrar una persona a quien el mundo encumbra y que no pierde de vista, con humildad, el verdadero sentido de su vida!

Me vienen a la cabeza las palabras de Juan Pablo II escasos minutos después de ser presentado al mundo como sucesor de Pedro: “si me equivoco, corregidme”. O las propias de Benedicto XVI que, en la misma tesitura, mostró su perfil más humilde.

Porque lo normal es justo lo contrario. El que no sabe —sobre todo si está (o cree estar) un par de escalones por arriba— se empeña en decirle al que sí sabe cómo tiene que hacer las cosas. Pocas personas admiten consejos de sus subordinados. En realidad, me temo, ¡nadie admite consejos, salvo que coincidan con la decisión ya tomada!

Está claro que todos cometemos errores, pero estoy convencido de que un poco de humildad bastaría para reconocerlos. O para evitar que se produjeran, por ignorancia. Es mejor aceptar que no se sabe algo a meter la pata. Es más valiente (de ahí lo heroico). Más sincero. No es cuestión de que uno no pueda aprender de sus propios fallos y, por tanto, no tenga “derecho” a cometerlos... La cosa es que nuestras equivocaciones pueden tener efectos sobre otros. No somos islas. Todo tiene consecuencias. Todo está interconectado.

Un poco de humildad nos permitiría mirarnos sin prefijos, ni sufijos. Sin nombres, ni cargos. Sin cuentas bancarias, ni salarios. Nos ayudaría a sentirnos de verdad iguales, hijos de Dios. Miembros de un mismo cuerpo. Un poco de humildad nos ayudaría a descubrir nuestro puesto, a no querer ser cabeza cuando no toca. O aceptarlo cuando sí.

Muy pocos saben de casi todo. Casi todos apenas sabemos de nada. Aquél que sabe de algo, debería ser escuchado. No sólo eso. Debería ser tenido en cuenta. Ni siquiera tan sólo eso. Habría que preguntarle antes de dar pasos irreversibles y con consecuencias. La sabiduría reside en saber rodearse de quienes saben, estimularles en su trabajo y mimarles en sus relaciones personales. Todo eso también es humildad.

Es muy curioso comprobar cómo, el que más y el que menos, se sube al carro cuando está en marcha, pero no empuja cuando está parado. Ordena, organiza, coordina..., elijan el verbo, pero no se calza las botas y se zambulle en el barro. Ni siquiera deja que le salpique. El humilde no solo es el primero en asumir su responsabilidad. También lo es en buscar y poner remedio.

La humildad es la única actitud que puede garantizarnos el acierto final. La humildad es la virtud —sinceramente heroica— con la que presentarnos ante Dios, y ante el otro.

Me cae bien el Cardenal Dolan...

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