jueves, 1 de septiembre de 2011
¡Benditos padres!
Imaginen la situación. Tienes cinco hijas, y cuatro se meten monjas. Busquen reacciones en su interior. A priori parece duro. Sinceramente, así a bote pronto, no sé qué sería lo primero en pasar por mi cabeza.
Te casas. Haces planes con tu pareja. Crías y cuidas de tus hijas. Les das educación, comida, vestido, cariño y, sobre todo, un modelo de vida espiritual. Lo haces lo mejor que puedes y sabes, porque los niños siguen viniendo sin manual de instrucciones y no hay dos recetas iguales que funcionen.
Crecen. Llega la adolescencia y la rebeldía. Las riñas y tensiones. La negociación. Pero las cosas salen bien. Son buenas chicas y te sientes feliz de haber hecho un buen trabajo. Pronto llegará el problema de los novios, matrimonios y, con suerte, los nietos que volverán a traer alegría a la casa.
Pero antes de que eso ocurra, llega la mayor y te dice que Dios le llama y va a ingresar en una orden religiosa. Quizá en ese momento te alegras y te sientes orgulloso/a. Dependerá de padres, pero los hay que siguen considerando un privilegio que uno de tus hijos consagre su vida a Dios.
El caso es que cuando la segunda llega unos meses después con un anuncio parecido comienzas a sospechar que cuando hicisteis planes antes de casaros quizá no tuvisteis en cuenta una variable importante: los planes de Dios.
Cuando la tercera y la cuarta se incorporan a la misma orden que la segunda de sus hermanas ya no te cabe duda: Dios tenía otros planes y vosotros, padres, con vuestro ejemplo y educación, habéis sido actores principales.
Conozco varias familias así, con varios hermanos y hermanas consagradas a Dios. Eso no se improvisa, ni es casualidad.
¡Benditos esos padres por la gracia de unos hijos dedicados a Dios! ¡Pero benditos, también, porque han sido las manos de Dios que han cuidado y preparado a los obreros de su mies!
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