Pasan desapercibidos. Casi ni nos damos cuenta. Pero están ahí. A su manera son héroes. Nadie les pondrá una medalla, ni tendrán homenajes. Probablemente, ni se hable de ellos. Al menos aquí, sí escribiremos...

jueves, 15 de diciembre de 2011

Héroes y bienaventurados (4)


“Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia,
porque ellos serán saciados”

Efectivamente, bienaventurados los que son víctimas de la injusticia humana, porque la justicia de Dios nada tiene que ver con ella. Y bienaventurado quien así lo entiende cuando es víctima, porque en esos momentos lo más fácil es la maledicencia.

Bienaventurados los que reconocen la injusticia en las carnes de otro, porque es el primer paso para trabajar por cambiar las cosas. Y los que no sólo se quedan en la denuncia, sino que actúan en consecuencia. El que no se contenta con reclamar que el mundo cambie, que otros hagan, sino que él mismo cambia y hace.

Bienaventurado el que tiene sed de Dios, el que ansía y anhela su reino aquí en la tierra, el que decide no permanecer impasible ante un mundo sin Dios, el que opta por ser su reflejo en este mundo.

Asumir la propia responsabilidad cuesta. Pensar que no es cuestión nuestra sino de otros es lo fácil. Manifestarse y no hacer no basta. En realidad, no sirve. Ni siquiera sentir dolor si eso no nos interpela a levantarnos y cambiar. Nada cambiará si no cambiamos cada uno de nosotros.

Pero hay injusticias de las que aún somos menos conscientes: las que cometemos hacia Dios. Negligencia respecto a nuestros deberes y compromisos con Dios, con la iglesia y nuestra conciencia religiosa, personal y comunitaria. Ingratitud ante todo lo que hemos recibido. Olvido y alejamiento. Encerrarlo dentro de una burbuja en un rincón de nuestras vidas, para que no moleste...

Hay que ser muy héroe para reconocerse pecador e insignificante ante Dios, sediento de Dios, hambriento. Y, sin embargo, éste es el camino...

Somos perezosos. Nos hemos acomodado en la tares de construir un mundo nuevo más acorde con el Evangelio. Escamoteamos nuestro apoyo moral y efectivo a los marginados y oprimidos o necesitados de nuestra ayuda. Reclamamos a la sociedad, a los políticos. Pero, ¿y nuestro corazón? Nada puede bastar. Nunca es suficiente.

Hemos asumido el rol de reclamar y exigir derechos —aún para otras personas— cuando no deberíamos haber perdido nunca de vista que la obligación de atender al prójimo no es de gobierno, estado o institución alguna, sino de todos y cada uno de nosotros. Particularmente. Personalmente. Intransferiblemente.

¿Un ejemplo de lo que digo?

Apple es una empresa que vive un momento dulce con miles de millones de dólares de beneficio trimestre tras trimestre. Podríamos reclamar que dedicara parte de esos beneficios a obras de caridad. Y estaría bien. Incluso puede que lo hagan. De hecho, lo hacen. Pero en Apple han preferido probar, además, con algo que implica personalmente a cada uno de sus trabajadores.

En septiembre se comprometió a igualar cualquier donación que hicieran sus empleados a las mismas instituciones y ONGs a las que ellos destinaran su caridad. Dicho de otra manera: cuanto más donen sus empleados más donará la empresa. Y además, a los mismos fines y lugares que ellos han elegido. ¿Se imaginan si el Estado e instituciones públicas se comprometieran a hacer lo mismo con cada uno de los españoles? Nadie podría quejarse entonces de falta de compromiso de las instituciones. Todo dependería de nosotros, de nuestra generosidad, como nunca debió dejar de serlo. Y nadie podría sospechar del reparto, porque la decisión sería de cada uno.

De momento, en dos meses, los empleados de Apple han donado más de 1,3 millones de dólares. La empresa, otro tanto.

¿No les gusta más este modelo que el de la asignación tributaria para fines sociales? A mí sí. Creo que es más participativo, más acorde con la voluntad popular, más comprometido...

Bienaventurado es el que reclama justicia. Héroe, el que la construye en primer persona. El que no espera. El que no mira atrás para ver qué hacen los demás. El que sabe que todo, en el fondo, es entre él y Dios. Sin excusas, ni intermediarios.

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