Pasan desapercibidos. Casi ni nos damos cuenta. Pero están ahí. A su manera son héroes. Nadie les pondrá una medalla, ni tendrán homenajes. Probablemente, ni se hable de ellos. Al menos aquí, sí escribiremos...

jueves, 4 de agosto de 2011

Mártires


Mire el reloj. “Cada cinco minutos un cristiano es asesinado por su fe”. Éste es el escalofriante dato puesto de relieve por el sociólogo Massimo Introvigne, en su intervención en la Conferencia internacional sobre diálogo interreligioso entre cristianos, judíos y musulmanes, celebrada recientemente en Budapest, bajo el auspicio de la Unión Europea.

Morir por dar testimonio, por negarse a renunciar a Dios, por proclamar la fe, por ser testigo de la muerte y resurrección del Señor... O sin llegar a eso, exponerse a la burla, a que te abofeteen, te maltraten o marginen...

Algunos dirán que son tontos. Que no hay nada por lo que merezca la pena morir. Y a su manera, aciertan... El martirio no es una apertura a la muerte, sino a la vida. Estos hombres y mujeres no se arriesgan a ser asesinados porque Dios sea una buena razón por la que merezca la pena morir, sino porque es la mayor razón por la que vale la pena vivir.

Otros dirán que no son astutos. Que basta con renegar hoy, para volver y seguir siendo cristiano mañana. Una persona muerta —dicen— ya no lucha: “vive hoy y lucha mañana”. Los que opinan así aciertan a medias. Porque la muerte de un mártir puede ser —lo es— más fructífera que la más acertada y santa de las predicaciones y anuncios. La sangre de los mártires sobre la tierra es más poderosa que el agua. Su testimonio deja una huella indeleble en los corazones. La “lucha” del mártir, su proselitismo alcanza su máximo esplendor y eficacia, precisamente, tras su muerte. ¿Cómo podría ser un estímulo una persona cuyas palabras van y vienen?

La mayoría de estos mártires son gente sencilla. Anónima, excepto en su estrecho círculo social y familiar. No son famosos. Ni poderosos. Ni influyentes. Ni se creen héroes. No lo son, hasta que llega su muerte. Porque a partir de ese momento, aunque puedan permanecer en ese anonimato, en esa ausencia de fama o poder más allá de las cien personas que les conocieron, pasan a ser una tremenda influencia para todos ellos. Y a través de éstos, para muchos más.

El mártir continúa evangelizando, precisamente, donde la evangelización cobra su sentido originario: en las distancias cortas. En el boca a boca, hombro con hombro, plato con plato; en el corazón de las personas cercanas, de la misma forma que una tormenta comienza con unas pequeñas gotas.

Vuelva a mirar el reloj. En el tiempo que ha tardado en leer estas líneas ya ha caído, al menos, otro. En pleno siglo XXI. Y no crean que en sociedades necesariamente subdesarrolladas. No crean que el tiempo de las persecuciones religiosas ha quedado superado. Ni las matanzas en el Coliseo. Han cambiado los lugares y las formas, pero ser cristiano, en algunos rincones del planeta, “perjudica gravemente la salud”. Y en sociedades más cercanas, está hasta “mal visto” y hacen llamamientos a abofetearte en nombre de la libertad (sólo la de ellos, se entiende).

Habrá quien piense que los cristianos, a ese ritmo, podemos convertirnos en poco tiempo en una especie en peligro de extinción. En realidad, puede que los peligros que nos hacen mermar son otros. Sinceramente, mientras hayan mártires, creo que no hay riesgo inminente...

Los mártires de hoy, como los de ayer, no buscan la muerte. No se colocan en la trayectoria de una bala. Ni ponen su cuello bajo un sable. Tampoco es que no la esquiven. A la muerte, se entiende. Probablemente la temen, porque es humano. Y sienten miedo. Pero la fe les reconforta. Les hace vencer. Les permite aceptar los riesgos y sus consecuencias. Porque eso es lo que distingue al verdadero mártir: la fe, no la muerte.

Morir es algo que tendremos que hacer todos algún día. Nuestra fe y la misericordia de Dios harán el resto.

Los mártires, ya lo saben.

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