Pasan desapercibidos. Casi ni nos damos cuenta. Pero están ahí. A su manera son héroes. Nadie les pondrá una medalla, ni tendrán homenajes. Probablemente, ni se hable de ellos. Al menos aquí, sí escribiremos...

jueves, 11 de agosto de 2011

Algo debían tener


Era el entierro de un sacerdote. De un buen sacerdote. Que su arzobispo viajara casi 700 kilómetros desde Santander para presidir el funeral ya es un signo. Que además acuda otro obispo, salido de estas mismas tierras, pero ahora titular de una diócesis cercana (aunque no vecina), también debe significar algo. Que la iglesia estuviera abarrotada por personas de su pueblo que le conocían y que, en los últimos años, sólo le veían en los meses de verano, también es sugerente. Incluso que hubieran personas que abandonaron por unas horas sus lugares de vacaciones para venir...

Pero que la empleada de correos (no he querido emplear el término “cartera”, aunque no creo que sea motivo de menosprecio) que reparte la correspondencia en el barrio donde el difunto tenía el despacho desde hace muchos años se desplace 30 kilómetros para acudir al funeral después de haberse enterado esa misma mañana mientras hacía su ruta diaria, es algo que impacta. Y que dice mucho. De ella, y de don Miguel, que así se llamaba el difunto.

No puedo saber ni cuántas palabras pudieron cruzar en vida durante unos breves minutos de lunes a viernes esta mujer y este buen sacerdote. No puedo saber qué gestos pudo tener con ella, ni que “historia” pueden haber compartido. Pero de verdad que alguien tiene que sentirse muy cercano y muy agradecido —y quizá algo mucho más importante— para presentarse en un entierro de alguien que es poco menos que un desconocido.

Y es que hay personas a las que les bastan unos minutos para llegar a tu corazón y llenarlo con su cariño. Otras, lo intentarán toda su vida sin conseguirlo. Pero a las primeras, les puede sobrar con unos pequeños instantes a lo largo del tiempo, como una gota que perseverantemente desgasta la roca, para llegar a tocar el alma de la persona que tiene la suerte de cruzarse en su camino. Incluso en ocasiones puede que no necesiten ni de esa constancia y que con un único contacto más ocasional, como una gran ola que todo lo envuelve, les baste.

Mi experiencia con don Miguel fue algo así. En los momentos más duros, fue de las pocas personas que se paraba, te abrazaba, y preguntaba de corazón. Hasta hace poco todavía lo hacía. Se interesaba. Y lo hacía de corazón. No era de los que preguntan “cómo estás” pero no esperan que les respondas. Él quería esa respuesta, y que fuera tan extensa como el interrogado considerara necesario. No me extrañaría que la relación con la “cartera” tuviera mucho de esto. Quizá también de otras cosas...

Hay sacerdotes así. Personas así. También no sacerdotes. Me viene ahora a la mente la madre de un buen amigo. Una mujer que se transformaba en madre de todos en las largas noche de estudio en grupo en su casa. No sólo abría las puertas y te daba todo. Ella iba más allá.

También recuerdo a otro sacerdote que, como vicario episcopal que fue, había confirmado —y re-confirmado cada vez que te lo encontrabas, porque su saludo siempre era un guantazo— a toda una generación de jóvenes. Pocos faltaron a su funeral. Y me consta que muchos de ellos llevaban años sin verle ni tratarle...

No quisiera dejar a nadie en el tintero. Porque mirando hacía atrás —y todavía espero estar en poco más de la mitad de mi vida terrena— he tenido la suerte de encontrarme con personas de éstas, de las que bastan pequeñas dosis para hacerte sentir el amor de Dios. Ellos mismos, Dios, y mi corazón sabemos sus nombres y, aunque no citados, también están entre los héroes anónimos de esta semana.

Efectivamente, algo debían tener...

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