Jubiladas. Mayores. Les gusta hablar de sus cosas: salud, hijos, sobrinos, nietos. En las grandes celebraciones se sientan juntas, por parejas, distribuidas a lo largo de distintos bancos por si acaso funciona aquello del “efecto contagio”. O para parecer más.
Son grupo. Se encargan de la Liturgia (también de otras cosas: las vestiduras y ornamentos, la limpieza y arreglo del templo, incluso de algún grupo de catequesis).
Sin embargo, en el día a día, en los fines de semana, no van juntas a Misa. Se sientan en sus bancos de siempre, pero solas... Y en muchas de esas celebraciones diarias hace tanto frío...
Cuesta salir de casa en invierno cuando el sol ya ha caído. Pero ellas nunca fallan. Llegan con tiempo. Se leen las lecturas para poder luego proclamarlas “como Dios manda”. Se toman en serio su misión. Porque la Palabra de Dios es fuente de vida. Porque la Palabra de Dios es una cosa muy seria. Porque la Palabra de Dios debe resonar cristalina en el interior de cada corazón.
Por eso, la Palabra de Dios se proclama y no se lee. Durante unos minutos al día, estas mujeres prestan solemnemente su voz a Dios, para que sea Él quien realmente hable a los corazones de quienes escuchan, de quienes participan en el sacrificio pascual diario de la Misa.
Estas mujeres nunca tendrán monumentos. Ni placas. Ni homenajes. Algunos, incluso las trataran de “beatas” como si eso fuera —que para nada lo es— un desprecio. Muy pocas personas se paran a valorar lo que hacen. Pero ellas tendrán su recompensa en el Cielo y, de vez en cuando, un pequeño adelanto cuando en una de esas celebraciones descubren a un joven que responde sí a su invitación y ese día sale a proclamar la Palabra en su lugar.
Sólo hay que verles su cara iluminada en ese momento.
No hay comentarios:
Publicar un comentario