Pasan desapercibidos. Casi ni nos damos cuenta. Pero están ahí. A su manera son héroes. Nadie les pondrá una medalla, ni tendrán homenajes. Probablemente, ni se hable de ellos. Al menos aquí, sí escribiremos...

jueves, 21 de abril de 2011

Él es mi héroe


¿Saben qué? Algunos dirán que el héroe que les propongo hoy no tiene nada de anónimo. Ni de héroe. Probablemente algo de razón llevan, pero... ¿Qué quieren que les diga? Hoy es Jueves Santo y el cuerpo me pide hablarles de una persona de la que se ha escrito mucho, que levanta pasiones, que difícilmente deja indiferente a nadie y que —eso intentaré explicarles— a veces me parece que tiene mucho de héroe anónimo.

¿Lo han adivinado? Pues sí. Hoy quiero hablarles de Jesús de Nazaret.

¿Por qué anónimo? Porque anónimo es aquél a quien se desconoce.

Miren a su alrededor y díganme si de verdad el mundo conoce a Cristo. Los cristianos somos algo más de una séptima parte de los habitantes de este planeta. Admitamos que al menos la mitad de los no cristianos han oído hablar alguna vez de Él. Incluso añadamos un amplio margen. Eso aún nos dejaría unos 2.000 millones de personas que no habrían escuchado ni su nombre. Para esas personas, Jesús de Nazaret es anónimo. Alguien debería hablarles de Cristo, y deberíamos de ser nosotros, los cristianos.

Pero aún hay más. De los que supuestamente le conocen podemos decir que realmente no saben quién es todos aquéllos que niegan su condición humana y divina, el ser Hijo de Dios, ya sea para considerarlo un profeta, santo, buen hombre, revolucionario, mito o fábula. Para ellos, Jesús de Nazaret también tiene bastante de anónimo. Sencillamente, no le conocen, no le han encontrado o le niegan abiertamente. Definitivamente, un desconocido.

Incluso para los que le reconocemos Hijo de Dios, Jesús de Nazaret no deja de ser un misterio. Y hoy, Jueves Santo, que comienza la recta final hacia su Pasión esto es especialmente significativo.

Pocos —probablemente nadie, a excepción de algún santo— han sido capaces de imaginar, reflexionar y sentir todo lo que ocurrió con Jesús en aquellas pocas horas. Traicionado y abandonado por sus amigos, a los que Él mismo había escogido y “formado”. Insultado, maltratado y torturado por sus enemigos, por el simple hecho de anunciar la Verdad. Abrumado por el peso de todos los pecados del mundo para poder vencerlos con la Resurrección. Cuando Jesús cayó al suelo llorando sangre también lo hizo por mí, aunque faltaran casi dos mil años para mi nacimiento. Y por cada uno de ustedes. Incluso por los que le niegan. ¿Lo han pensado alguna vez?

En este punto, muchos pueden caer en la tentación de pensar que aquello tenía poco mérito. A fin de cuentas era Dios y sus espaldas podían soportarlo, ¿no?

Pues el caso es que Jesús no esquivó ni un sólo dolor o sufrimiento, mientras que muchos cristianos giran la cabeza ante la recreación sangrienta de la Pasión en una película. No hace falta ser tan “gore” —dicen— tan explícito, tan sádico... Quizá para alguno de esos, la heroicidad de Jesús también parece anónima. Es como si la sangre hubiese sido indolora. Y los latigazos. Y la asfixia. Y los clavos. La tentación es pensar que su condición divina le hacía inmune al sufrimiento.

Y efectivamente, el Hijo de Dios podía haberse librado perfectamente de todo aquello. En realidad, para perdonar nuestros pecados, ofrecernos la salvación y la vida eterna, Dios —todopoderoso— verdaderamente no habría necesitado encarnarse, sufrir y morir. Podría haberlo hecho con un chasquido de sus dedos. Pero, en lugar de hacer magia, Dios escogió hacerse hombre para hacerse visible a nuestros ojos, palpable a nuestras manos y amable a nuestros corazones.

Renunciar a todo su poder, a su dignidad divina, y asumir todo lo humano sin escatimar nada y sin reservas es heroico. Si esto no lo es, nada lo es.

No es sadismo. La cruz no es el final, sino parte inseparable de él. La otra porción inexcusable es la resurrección. Sin resurrección, todo aquel sufrimiento pierde su sentido. Sin la muerte, la resurrección es, sencillamente, imposible.

Los cristianos nos hemos acostumbrado a escuchar que Jesucristo vino a salvarnos y que nos ofrece esa salvación gratuitamente. Y es así. Para nosotros es gratis. Pero alguien pagó el precio. Uno muy alto. Probablemente, el más alto. Y por un único motivo: por amor.

¿Qué quieren que les diga? Esa persona es mi héroe. Hoy, Jueves Santo, no podía hablar de nadie más.

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