Pasan desapercibidos. Casi ni nos damos cuenta. Pero están ahí. A su manera son héroes. Nadie les pondrá una medalla, ni tendrán homenajes. Probablemente, ni se hable de ellos. Al menos aquí, sí escribiremos...

jueves, 16 de febrero de 2012

Cita con la vida


Supongo que cuando se levantó aquella mañana Pedro no tenía ni idea de la cita más importante que iba a tener en esa jornada. Parece lógico pensar que muchas cosas ocuparían sus pensamientos y su corazón. Alegría ante la perspectiva de un día en la playa junto a sus niños. No es que fueran suyos, pero nadie en este mundo podría quererlos más. Es probable que todo estuviera pensado y preparado con antelación. Como tantas otras veces, una excursión, un día de fiesta.

Tampoco es difícil adivinar la ilusión de los pequeños. Sin familia, sin otro hogar, sin otros padres. Gritos, saltos, juegos, Todo un día fantástico e inolvidable por delante.

Si embargo, aquella mañana, Pedro tenía una cita con la muerte... ¡y con la vida eterna! La cita más importante de su vida. De cualquier vida. Podría haberla eludido o retrasado, pero no lo hizo. No a ese precio.

La noticia nos ha llegado con retraso. Los hechos ocurrieron hace una semana, y tampoco han sido portada de periódicos y telediarios. Parece como si estas cosas no importaran al mundo, cuando deberían ser de las más importantes. ¡Qué les pregunten a los siete chicos a los que rescató! ¡Qué les pregunten a esos pequeños que hoy —no sin cierta razón— se sienten otra vez huérfanos. Un poco más huérfanos.

Pedro Manuel Salado era un misionero español, religioso de la Familia Eclesial del Hogar de Nazaret, y llevaba en Ecuador desde el año 1998, haciéndose cargo de niños desamparados y sin familia.

Como tantas otras veces, aprovechando un día de fiesta, Pedro llevó a los chavales a la playa. Y allí, entre juegos y risas, un golpe de mar engulló a siete de los pequeños. No estaban solos, pero Pedro fue el que se lanzó al rescate. Uno a uno los fue sacando y poniendo a salvo hasta que al final, exhausto y al límite de sus fuerzas, murió. Simplemente. Sencillamente. Calladamente.

Es probable que durante el rescate Pedro no fuera consciente de todos los riesgos, de su pronta muerte. Es seguro que sintió miedo en su lucha con las olas, aunque más por “sus niños” que por él mismo. Puede ser que ya no fuera consciente de su último aliento.

“No hay amor más grande que el de aquél que da la vida por sus amigos”. Pedro acudió a su cita con la vida. No la esquivó, ni la rehusó. Y “sus niños”, más allá de la tristeza natural, probablemente han aprendido la lección más grande que un padre puede comunicarles. No sólo eso. En realidad, no han perdido “un padre”, sino que han ganado un “ángel de la guarda” que seguirá velando por ellos siempre.

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