Pasan desapercibidos. Casi ni nos damos cuenta. Pero están ahí. A su manera son héroes. Nadie les pondrá una medalla, ni tendrán homenajes. Probablemente, ni se hable de ellos. Al menos aquí, sí escribiremos...

jueves, 14 de julio de 2011

Buenos samaritanos


Nunca supe el nombre, y con el tiempo que ha pasado —el episodio se remonta a mediados de los años 70— se me antoja imposible. Ni siquiera soy capaz ya de ponerle un rostro. Pero nada de eso obsta a que merezca su espacio en esta tribuna de héroes anónimos.

Apenas contaría yo con doce años y una cruz de oro que había sido de mi difunto tío (hermano de mi madre). El resto de aspectos personales no son relevantes.

Salía del colegio y caminaba por la acera, todavía junto a la valla que delimitaba el patio, cuando dos o tres chavales —cuatro o cinco años mayores que yo— se cruzaron conmigo. No soy consciente —al menos hoy— de haber reparado en ellos o sentir algún tipo de amenaza.

El caso es que unos pasos más adelante, sin mediar palabra, alguien me sujetó de un hombro, me giró, me dio un tremendo guantazo en la cara y, tirando de la cadena hasta romperla, agarró la cruz de mi tío. Mi reacción quizá fue atrevida y estúpida. De hecho, no la recomiendo, pero me salió del alma. Con todas mis fuerzas cerré el puño derecho y se lo incrusté en la boca del estómago. Después, le cogí de las muñecas y le pedí que me devolviera la cruz.

No sé por qué sus acompañantes no estaban. Tampoco tengo claro el motivo de mi reacción, ni por qué aquel chaval se quedó parado y no intentó golpearme de nuevo —como mínimo me sacaba medio metro de altura— o salir corriendo. La cuestión es que allí estábamos los dos mientras la gente pasaba alrededor: madres con sus hijos, chavales de todas las edades... Nos esquivaban, pero nadie hizo mención de ayudarme.

Poco a poco, aquel chaval me iba arrastrando hacia otra calle, más alejada de la ruta normal del colegio. Yo seguía pidiéndole que me devolviera la cruz y a gritos que alguien me ayudara. Pese a sus amenazas, le seguía cogiendo pro las muñecas.

No sé cuanto tiempo pasó. Bastantes minutos. Pero justo cuando empezaba a sentirme perdido, otro chaval con uniforme del colegio y más alto que mi agresor apareció. Sin emplear ningún tipo de violencia, le pidió al otro que me devolviera la cruz.

No fue rápido. El frustrado ladrón miraba en busca de sus amigos, pero estaba solo. Cada vez, más solo. De hecho, algunos padres comenzaban a detenerse —aunque a distancia— a presenciar la escena. Al fin se rindió, me devolvió la cruz y se largó corriendo tras proferir unas cuantas amenazas a mi samaritano y a mí mismo.

Mi “héroe” me preguntó si estaba bien y me acompañó buena parte del trayecto a mi casa. Y no sólo eso. Cuando mis compañeros de clase supieron del incidente y las amenazas, se organizaron en turnos para acompañarme durante las semanas siguientes. También lo hicieron algunos profesores.

¿Merecían o no este tributo en forma de recuerdo?

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